martes, 29 de abril de 2008

la jacarandá

Les voy a contar algunas sensaciones que he tenido estos días de cambios: cambios de hábitos, de costumbres, de números, incluso pronto de trabajo.

Ando un poco tonto con ciertos temas de misticismo y algunas lecturas chamánicas, son cuestiones de la relación de uno mismo con la naturaleza con su entorno.
Ayer cuando regrese de Yecla, vine en bus, baje muy cerca de la antigua renault, el libro que leía contaba los aprendizajes de un antropólogo con un viejo, y cabroncete indio yaqui pero cargado de una sabiduría inabarcable. Este, el brujo Don Juan, le enseñaba a hablar con las plantas y a tenerles mucho respeto. Al bajar, encaucé la primera bocacalle a la izquierda(eso mas o menos estaba cantado) y había una gran olivera, joven, calculo que no tendría mas de treinta años, pero muy crecida(es que la juventud de ahora se alimenta...); dibujóseme una sonrisa, y me paré a sus faldas. Me puse a hablar con ella, un cosquilleo generalizado me invadió, no se describirlo, por todo el cuerpo, y una sensación de palpar uno de los escalones que me conducen a la escalera de la propia humildad. Me dijo que no estaba sola, que era mi árbol, que el olivo siempre me había acompañado en mi vida, y es cierto, ha sido un árbol con el que me he sentido identificado, tenemos unos cien olivivos en las faldas de una montaña, viejos, cansados, pero que cada dos años se acuerdan y nos regalan sus frutos en invierno. Recuerdo que de niño en la época de la cosecha yo siempre me iba a mi olivera, era grande con dos brazos principales que se extendían muy suaves sin subidas pronunciadas, y estas dos grandes ramas a su vez se doblaban en otros dos, formando una especie de refugio en el árbol donde te podías recostar y jugar a todos los juegos imaginables, desde castillos medievales a barcos pirata surcando el mar de piedras(el terreno era muy pedregoso, para que te hagas una idea la tierra directamente no se ve), pasando por un fuerte de vaqueros e indios.

El olivo murciano, me dijo que mirara a su lado y me percaté de un ciruelo de esos morados que decoran muchas calles; hermosos, en un juego de contrastes en los que son capaces de opacar la dictadura del gris asfalto. Estos ciruelos eran los que se encontraban a la salida de mi colegio y me encantaba verlos siempre de una color intenso, sobre todo a los atardeceres del invierno cuando casi a las 5 y media se hace de noche, eran como lágrimas de ese atardecer incendiario que se percataba en el horizonte, el ciruelo siempre se quedaba para recordarte que no tuviese miedo, que el sol volvería al día siguiente.

Seguí mi camino y cruce una calle llena de moreras, se llamaba la Calle del Emigrante. Un callejón estrecho, que desemboca desde un colegio cercano hasta la avenida de la Ronda Norte. Y es una de las minúsculas memorias de que nosotros, no hace mucho, tomamos las maletas de cartón y nos dirigimos al norte próspero, a la Argelia rica, o a una América mítica y soñada. Las moreras me redordaban a los árboles ya extintos de las calles de mi pueblo. Cuantas tardes trepando en estos difíciles árboles para cortar sus hojas y criar gusanos de seda.

Al cruzar el parque de la Seda, me encontré con otro guiño; estas cosas pasan: todos los elementos se conjugan para darte unas alegrías y mostrarte el camino. A estas alturas yo tenía una sonrisa de oreja a oreja, pletórica. Un pequeño arbolito estaba decorado, supongo que por algún perfomance, aunque prefiero creer que estaban puesto por un grupo de niños que se rieron a mandíbula batiente con su ocurrencia. Este arbolito tenia barquitos de papel dispuestos cual frutos, colgados de finísimos hilos, que invitaban a lanzarse a la aventura a surcar mares y encontrar nuevos árboles, distintos atardeceres.

Al final llegue a mi casa, y me dirigí ya por inercia a ver como estaba la Jacarandá del rio. La llevo siguiendo algunos días. Si sus violetas flores habían invadido toda la ribera del Segura, imponiendo una de las estampas más bellas y hermosas de esta ciudad mediterránea. Unicamente despuntaban algunas tímidas florecillas, al final del entramado de ramas, esperando verese reflejadas en un decandente cauce y consiguiendo con su sola presencia que las escasas aguas recobraran la vida verbigracia de las campanillas moradas de la Jarandá.

1 comentario:

supersalvajuan dijo...

Esto está abandonado, parece la Facultad de Letras.